El semáforo, de Alex mariscal
El semáforo Transpiré tanto que tenía urgencia de secarme la cara; terminé vaciando todos los objetos de la mochila, sin encontrar las dichosas servilletas. Caminé hacia el cuarto de baño. Allí, estuve por buen rato, echándome agua sobre la cara. Un poco antes de entrar al lavabo, abordé un “ Diablo rojo [1] ; dentro hacía un calor insoportable; avancé como en cámara lenta forcejeando con los pasajeros por hacerme espacio. Para colmo de males un viejo, exageradamente gordo, vino a sentarse a mi lado y se recargaba sobre mí, cada vez que el autobús frenaba. El movimiento lo estremecía como un enorme saco de gelatina. Me sentí flotando en una colonia de aguamalas. En cada parada subían más pasajeros y el maldito hombre parecía estar más gordo. Se bamboleaba y me atosigaba, en su rostro sudoroso una sonrisa babosa y bobalicona. Se desgranó una llovizna y nos vimos obligados a cerrar todas las ventanas. El autobús se convirtió en un infierno. El tipo a mi la