El semáforo, de Alex mariscal

El semáforo
Transpiré tanto que tenía urgencia de secarme la cara; terminé vaciando todos los objetos de la mochila, sin encontrar las dichosas servilletas. Caminé hacia el cuarto de baño.  Allí, estuve por buen rato, echándome agua sobre la cara.
Un poco antes de entrar al lavabo, abordé un “Diablo rojo[1]; dentro hacía un calor insoportable; avancé como en cámara lenta forcejeando con los pasajeros por hacerme espacio. Para colmo de males un viejo, exageradamente gordo, vino a sentarse a mi lado y se recargaba sobre mí, cada vez que el autobús frenaba.
El movimiento lo estremecía como un enorme saco de gelatina.  Me sentí flotando en una colonia de aguamalas.  En cada parada subían más pasajeros y el maldito hombre parecía estar más gordo.  Se bamboleaba y me atosigaba, en su rostro sudoroso una  sonrisa babosa y bobalicona. Se desgranó una llovizna y nos vimos obligados a cerrar todas las ventanas.  El autobús se convirtió en un infierno.  El tipo a mi lado sudaba como una bestia, por lo que la mitad izquierda de mi cuerpo estaba entrapada. El tipo cada vez se hacía más grande; se inflaba con el calor como si tuviera la panza llena de levadura. Para rematar, el autobús estaba repleto, el tráfico parecía un desfile de tortugas, y los ignorantes conductores hacían gala inútilmente del poder de sus bocinas para presionar al policía a cambiar las eternas luces rojas.
Sentía que me asfixiaba y no podía hacer nada; excepto, rogar a Dios que suspendiera el aguacero, o  que el policía de tránsito, que coqueteaba en la parada con una joven de falditas, se acordara algún día de apretar el botoncito de la esperanza.

El espejo del baño estaba roto, y mohoso; refractaba las partes de mi rostro como un caleidoscopio: muchas orejas, pestañas hirsutas,  y multiplicidad de ojillos oscuros; todos parecían observarme extrañamente desde cada uno de los fragmentos de cristal.  Me enjugué, una vez más, la cara con la mano, con la intención de volver la imagen a su unicidad, y salí del lavabo. Más calmado volví a recorrer el pasillo hasta una de las mesas.
En la mesa de al lado, tres jovencitas conversaban animadas.  Una de ellas hizo un gesto que percibí de reojo.  Cruzó una frase con sus compañeras, dudó un instante y luego caminó hacia mí.  Se paró enfrente de mi mesa, sonrió, esperó a que yo levantara la cabeza y la mirara, para apresurarse, algo tímida, a decirme:
— Perdone, ¿usted estudia inglés?   Sonreí, y sólo por molestar le contesté secamente en inglés:
— If you speak to me in English, perhaps I can help you –.  La jovencita acercó sus manos como si fuera a rezar, las levantó, casi dio un saltito, y dijo:
– !OH, Dios mío, yo no sé hablar inglés!
– Inténtelo– le dije en español, forzándome a ser amable, –que a lo mejor habla más de lo que usted piensa.
– Tomo capacitación y tengo una tarea que no entiendo – contestó, y al sonreír se le formaron hoyuelos en las mejillas. Al mirarla con más atención, descubrí que era extraordinariamente hermosa. Tratando de mostrarme casi indiferente, atiné a decir:
— Mira, siéntate, que yo te voy a ayudar--- y creo que le sonreí levemente.  Ella, sacudiendo las manos, como si algo malo sucediera, miró a sus amigas, sonrió, y se sentó a mi lado.
Esa tarde, antes de entrar al bus, había planeado encontrarme en esa misma mesa del pasillo con mi novia. Ella estudiaba Psicología; Yo hacía mi tesis de grado en lenguas modernas. El encuentro con este ángel de piel canela había transformado mi mal genio. Me sentía eufórico, y me había olvidado por completo de las malditas luces rojas, del policía, del gordo y, hasta de mi propia media naranja.
Estaba encantado. Su cabello tenía el color sedoso del café recién molido. Mi cerebro comenzó a cranear. “Ha de ser una de esas chicas “open mind” de primer ingreso — me dije a mí mismo, y la idea me hizo sentirme aliviado, momentáneamente.
Resuelta posó una de sus manos sobre las mías y me sonrió coquetamente. Volví a sentirme sofocado como en el autobús.   Una oleada de calor ascendió a lo largo de mi delgaducho cuerpo.  Sus labios eran muy sensuales; una idea saltó en mi cerebro: <<No hagas nada, déjala a ella tomar la iniciativa>>. Las manos me comenzaron a sudar. <<Calma, calma>>, seguía el estribillo en la mente. <<Qué rico, tiernita pero atrevida>>, seguía pensando. Sus ojos almendrados se encendían, y el corazón me palpitaba como el motor de un auto deportivo. Volví a tener la sensación de ver todo mi cuerpo fragmentado en un espejo, como cuando estuve, momentos antes,  en el cuarto de baño.  Estaba allí, como un conductor novato atento al semáforo, al espejo, a las señales. La presión hidráulica bajo mi bragueta estaba al máximo,  a la espera de la luz verde.
Al fin se rompió la inercia, apretó tiernamente mis manos y aproximó su rostro hacia el mío entrecerrando los ojos. La temperatura me quemaba, el corazón me ronroneó a mil revoluciones.  La táctica había funcionado; cerré los ojos invitándola  a posar sus labios sobre los míos. Sorbí insaciable el azúcar de su boca; al rato, su saliva almibarada se tornó agridulce, y de súbito comenzó a llenárseme la boca de una salmuera amargosa. Unas gotas de sudor frió comenzaron a correr por mi cuello y la temperatura repentinamente comenzó a bajar.  Una bocanada de brisa fresca golpeó contra mi rostro y el vació de un súbito descenso me hizo abrir los ojos.
El “Diablo rojo” estaba vacío, excepto por el viejo gordo al que le estaba yo chupando los pliegues de un brazo, cerca de la axila. Con gran disimulo escupí por la ventanilla, y me limpié la boca con la manga de la camisa. Luego le palmeé el hombro al gordo para que me permitiera salir del asiento.
La brisa entraba cada vez  más fuerte, en tanto, mi cerebro, medio hervido todavía, deshilachaba ideas para explicarle a mi novia, ¿por qué carajo la había dejado otra vez plantada?
(Del libro Escondite perfecto. Premio Nacional de cuentos José María Sanchez 2017). Publicado en cuadernos marginales de la editorial de la Universidad Teconológica, 2007. 


[1]          “Diablo rojo”,  nombre con que se conocen los autobuses de ruta urbana. Están pintados de rojo, tienen muy mala fama por causa de las malas condiciones mecánicas, y por el desorden e irresponsabilidad de los conductores.  

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